dilluns, 14 de gener del 2013

Matança advocats d'Atocha, 1977


"Si el eco de su voz se debilita, pereceremos"
(Paul Éluard)

http://buscameenelciclodelavida.blogspot.com.es/2012/01/matanza-de-atocha-la-historia-y-la.htmlEl 24 de enero de 1977 hace ya 36 años, un grupo de pistoleros de extrema derecha irrumpieron en el despacho de abogados laboralistas de CCOO y del PCE situado en el número 55 de la calle Atocha y ametrallaron a las nueve personas presentes. Fallecieron los abogados, Javier Sauquillo, Luis Javier Benavides, Enrique Valdelvira, Serafín Holgado y el sindicalista Ángel Rodríguez Leal. Resultaron gravemente heridos Alejandro Ruiz Huertas, Mª Dolores González, Luís Ramos y Miguel Sarabia.
 

El jinete polaco
Madrid, 24 de enero de 1977
Hacía frío y lloviznaba.
Los tres hombres cruzaron miradas d complicidad. Un ligero parpadeo de uno de ellos indicó que había llegado el momento. Avanzaron por la acera izquierda de la calle Atocha, dejando atrás la parroquia de San Sebastián, a esas horas ya cerrada.
Al llegar al nº 55 penetraron el portal con decisión, como si fueran unos de los muchos clientes que recibían los abogados laboralistas en su bufete de la tercera planta.
El ascensor no funcionaba y subieron a pie, esperando no tener que cruzarse con algún vecino. El más joven de los tres, temeroso, para no ser reconocido, se cubrió la cabeza con la capucha de su trenka.
Los escalones eran de madera y crujían a cada paso, lo que hizo acrecentar su inquietud; su presencia resultaba más evidente de lo que hubieran deseado. Intentaron amortiguarla pisando lentamente, casi de puntillas, pero la madera era implacable y denotaba su antigüedad lamentándose.
Pasaron de largo el piso tercero lanzando una mirada de reojo a la placa de la puerta marrón que informaba de las horas de consulta: lunes, miércoles y viernes de 16.30 a 20.
Los tres hombres se sentaron el siguiente rellano, comprobando que eran las 10.30 de la noche. A esas horas, los abogados estarían solos, seguramente acompañados de aquel al que buscaban.
Sin sacarlas de sus bolsillos, donde las llevaban escondidas, amartillaron sus armas.
En la escalera hacía frío. En la calle seguía lloviznando. Las gotas golpeaban el techado de cristal del lucernario que daba sobre la escalera. Era un sonido inquietante, como premonitorio de algo desacostumbrado y terrible.
Había sido un lunes muy largo, en el que habían sucedido muchas cosas. Un lunes al que le faltaban pocos minutos para dejar su sangrienta huella en la historia.
Los tres hombres intercambiaron una última mirada antes de llamar al timbre. Puerta marrón que, al abrirse, dejaba a la vista unos bancos rojos adornados con flores, junto a pequeños taburetes para cuando la afluencia era grande y los trabajadores tenían que esperar hasta poder ser atendidos.
El que acudió a la llamada era uno de los abogados más jóvenes, Javier Benavides Orgaz.
No le dio tiempo ni de preguntar qué querían, pues dos de los hombres, esgrimiendo sus pistolas, penetraron rápidamente en el despacho, obligándole a recorrer un pasillo verde, o un pasillo con una puerta verde.
El mayor de los dos empuñaba una Browning 9 mm Parabellum; el otro, que había medio cubierto su cabeza con la capucha de su anorak, una Star modelo Súper.
El tercero, que no dijo ni una palabra, comprobando que no había más gente, rebuscando en los archivos tras arrancar cuantos teléfonos iba encontrando.
-!Todos al rincón! !Las manitas  bien arriba!-dijo el pistolero de más edad.
El que tardó más en incorporarse al grupo de sus compañeros fue el abogado Enrique Valdelvira. Estaba fumando y con un gesto preguntó si podía apagar el cigarrillo. Al no obtener respuesta, lo atornilló en el cenicero más próximo antes de levantar las manos.
-!Bien arriba, esas manitas bien arriba!
Ya estaban todos juntos. Unidos en aquel rincón como lo estaban en los juicios frente a la dictadura para defender a los trabajadores. Todos juntos, ahora apuntados por dos pistolas automáticas.
-¿Dónde está Navarro?
Los abogados se miraron entre sí, ninguno de ellos se apellidaba Navarro. Tal vez se habían equivocado de objetivo. Quizás aún quedara un rayo de esperanza. Acaso...
-!Todos al rincón! !Las manitas bien arriba!
La boca de la pistola Browning pasaba de uno a otro, apuntándolos a todos sucesivamente.
Junto a los abogados laboralistas, en una de las paredes de la estancia, se podía ver un cartel famoso desde la muerte de Franco: se trataba de la obra de Juan Genovés titulada Amnistía, de la que se llegaron a hacer más de medio millón de reproducciones.
De repente, en la habitación de al lado, sonó un disparo.
A pesar de la amenaza del tenso momento, el disparo sobresaltó a los otros dos pistoleros. No supieron lo que había sucedido en el despacho contiguo hasta que vieron que el tercer hombre sangraba por uno de sus brazos.
La sorpresa de los pistoleros era grande, pues no esperaban resistencia por parte de los abogados. ¿Tal vez disponían de armas en el bufete? ¿Tal vez los estaban esperando?
Y, sin embargo...
El del anorak, mientras arrancaba teléfonos en un despacho, se había dado cuenta de que no estaba solo. De que en la habitación había un hombre en el que no había reparado. Un hombre inmóvil, que le miraba fijamente.
El pistolero se giró hacia él y, durante una fracción de segundo, creyó reconocerle. Se trata de Ángel Rodríguez, un antiguo trabajador de la Telefónica, ahora en el Sindicato de Transportes. Precisamente esa misma mañana los dos hombres se habían cruzado en una asamblea de la sede del sindicato vertical.
Tal vez el abogado laboralista también le había reconocido a él a pesar de la capucha del anorak, pensó el pistolero. Sus ojos azules siempre habían llamado mucho la atención, tanto que le conocían por el apodo de Paul Newman.
Con la punta de su Star le hizo señas para que fuera al despacho contiguo, con los demás.
Ángel obedeció pero, antes de salir por la puerta, se volvió un instante, como para fijar en su memoria aquella amenazadora figura.
Esto puso muy nervioso al pistolero, que hizo un gesto brusco contra él, pero que en su precipitación disparó su arma, hiriéndose a sí mismo en un brazo.
Ángel Rodríguez ni siquiera se sobresaltó, al contrario que los demás que le vieron entrar en la habitación con una mueca en los labios; esbozaba una sonrisa torcida, quizás la confirmación de que acababa de descubrir a uno de los que habían penetrado en aquella casa.
Pero Ángel no tuvo tiempo de decir nada, ni siquiera de llegar a donde se encontraban sus compañeros. El de los ojos azules había aparecido por detrás y, con la misma arma con la que acababa e herirse, le apunto a la nuca y disparó a quemarropa.
Su cabeza estalló como lo habrá hecho una sandía madura. La bala le había entrado por el cuello y salido por uno de sus ojos, salpicando la pared con sangre y esquirlas de hueso.
Sus compañeros le vieron caer reventado.




 

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